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«Si no se puede contar la complejidad, no se puede contar la verdad»

Iñaki Gabilondo

“Los periodistas somos especialistas en Historia contemporánea, pero de la más contemporánea, de la de hoy”. Esta frase podría haber salido de muchas bocas, pero el pasado mayo lo hizo en concreto de la de Iñaki Gabilondo, en la conferencia que ofreció en el Salón de Actos de la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad Complutense, una lección magistral sobre la vida y el Periodismo, más pesimista que optimista, pero desde luego muy valiosa.

Los halagos hay que ganárselos y demostrar que son verdad, no basta con recibirlos, y no podemos considerarnos especialistas en una materia sino cumplimos todos los requisitos. Es imposible que seamos analistas de la Historia perdiendo cada día como lo hacemos la perspectiva. “La dificultad de vivir y entender es determinante, y lo es más cuando entender se hace materialmente imposible, no solamente porque siempre lo es –por falta de perspectiva-, sino porque ahora va todo muy a prisa”, explicaba el periodista, a la vez que se planteaba: “¿Cómo se puede valorar lo que ocurre cuando es imposible tener la más mínima precisión en esa valoración?”.

A los estudiantes de Periodismo, a quienes se quiere preparar para ser especialistas de la Historia contemporánea, se les enseña desde las primeras clases que la precisión es uno de los elementos imprescindibles con los que hay que trabajar. Una información sin detalles -ya sea contada por un periodista, por un profesor o por la vecina del cuarto- no interesa, porque la vida está llena de detalles. Como escribió una vez Antonio Muñoz Molina en Ventanas de Manhattan, “la vida inmediata es tan precisa, tan rica en pormenores que no puede someterse a categorías, a dictámenes generales sobre el estado de ánimo de una ciudad entera o de un país o sobre las expectativas de lo que puede o no puede ocurrir”. No podemos pretender vender a los lectores, oyentes, espectadores y usuarios Periodismo de calidad cuando lo que más nos importa no es la información completa, sino las ventas, las visitas o el posicionamiento en la Red.

Los periodistas somos los narradores de la historia reciente, actual, del hoy y del ahora, por lo que no podemos someter nuestro trabajo a una de las mayores distracciones que se nos presentan en la vida: la prisa. La receta de la credibilidad, según Gabilondo, incluye altas dosis de decencia y de tiempo. Cualquier persona que ejerza o haya ejercido el Periodismo en el marco de esta sociedad tecnológica del siglo XXI, habrá vivido en propia carne la presión de tener que publicar una información a los pocos minutos de que suceda. ¿Son las nuevas tecnologías las que nos han obligado a actuar así o somos los periodistas los que hemos pervertido la calidad informativa con la excusa de Internet? La prisa conlleva falta de tiempo, y la falta de tiempo, imposibilidad de contar la complejidad. La consecuencia, enunciada por Gabilondo, es que “si no se puede contar la complejidad, no se puede contar la verdad”.

La llegada de Internet ha coincidido con una bajada de la calidad de los contenidos periodísticos, pero no podemos achacarle nuestras debilidades a la Red. Vivimos precisamente el momento en que más necesidad de información de calidad hay y en el que menos atención le estamos dedicando. En este contexto, la apuesta, aunque merezca un sacrificio, debería ser por la calidad, no por la cantidad y la rapidez. Debemos enfrentar la realidad de que en lugar de salvar lo valioso que tenemos, estamos colaborando a que se hunda el barco. Y de eso no tiene la culpa Internet.

La solución a la crisis del Periodismo, es bueno insistir en ello, es el Periodismo de calidad, y esa calidad pasa por contar la Historia contemporánea tal y como es, es decir, pormenorizada. La poca concreción en una información puede suponer únicamente un pequeño error en la inmensidad de detalles que maneja cada día un periodista, pero también un mundo para la persona sobre la que trata la información, para esos “damnificados por el Periodismo” – en palabras de Gabilondo- cuyas informaciones no llegan a ser valoradas en su justa medida, seguramente por falta de tiempo.

“Un cirujano antes de operar se lava las manos y se pone guantes. ¿Y si es un hospital pequeño? También. ¿Y si lo compra un consorcio de hospitales internacionales? Pues se lava las manos y se pone los guantes. ¿Y si tiene prisa? Se lava las manos y se pone los guantes. ¿Y si ese hospital está queriendo optimizar resultados y arrebatar quirófanos a los pacientes para ir despejando camas? Entonces no puede hacer bien su trabajo”. Con esta ejemplificación Gabilondo quiso destacar la necesidad del Periodismo de establecer un pacto con la sociedad que permita que los periodistas nunca olvidemos que nuestra función no es elegir lo que debe conocerse y lo que no, si no ser administradores del Derecho a la Información de la sociedad. Es necesario que eso sea lo primero en que pensemos antes de entrar en una redacción.

Este artículo ha sido publicado en Punto de Encuentro el 5 de junio de 2012 (http://www.puntoencuentrocomplutense.es/2012/06/inaki-gabilondo-periodismo-historia/).

 
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Publicado por en 7 de junio de 2012 en Platos preparados, Publicaciones

 

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No me quieras tanto

Elvira Lindo

El País, 02 de octubre de 2011

De un tiempo a esta parte quedo con personas que, en realidad, no tienen un gran interés en charlar conmigo. Esto podría minar mi autoestima pero una suerte de optimismo insensato me lleva a pensar que amar y no hacer ni puto caso pueden ser compatibles. Yo sé que esas personas que no muestran mucho interés en hablar conmigo me quieren. Si no fuera así, entendámonos, no quedaría con ellas. Esas personas me escriben mensajes rebosantes de cariño: por e-mail, por sms, por Whatsapp, por Facebook, por activa y por pasiva. Y en esos mensajes hay frases tan apasionadas que parecen extraídas de un bolero. Son frases que antes en España no se decían pero que, ahora, gracias a la revitalización del género epistolar propiciado por las nuevas tecnologías, están en auge. Esas personas me dicen que me adoran. Que me adoran y que cuentan los días para verme. Que cuentan los días y que me quieren. Que me quieren y que nos va a faltar tiempo en una cena para contarme todo lo que me tienen que contar. Que nos va a faltar tiempo y que están deseando conocer mi opinión. Que desean conocer mi opinión y que nadie como yo para compartir este y otro secreto. ¿Y por qué? Porque soy adorable. Eso me dicen. El mundo de la tecnología ha bolerizado el género epistolar. Ha generalizado el lenguaje de las postales románticas y ahora lo que toca es escribirse con palabras de novios antiguos de los años cuarenta. Y, aunque yo soy de esa generación en la que si tus padres te decían «te quiero» es porque o se iban a morir ellos o te ibas a morir tú, tengo el corazón débil y, cuando una persona me pide una cita con palabras tan melosas, soy incapaz de no creerme un poco la pasión que sienten hacia mí. Esas personas son las que te reciben con los brazos abiertos en un restaurante, te dan un beso apretado y unen sus pechos sin pudor contra tus pechos, por no hablar de otras partes que también entran en contacto, en estos abrazos actuales; sean hombres o mujeres los que intervengan en ellos. Esas personas son las que acto seguido de desdoblar la servilleta y ponerla sobre sus piernas, sacan el móvil del bolso o de la chaqueta y lo colocan al lado del plato. Esas personas de las que hablo, las mismas que me adoran por escrito, suelen tener un iPhone o una Blackberry, a través de los cuales me escriben a mí esos deliciosos mensajes. El problema es que mientras están conmigo no renuncian a comunicarse con terceras personas. Con un ojo me miran a mí, que estoy situada a la izquierda, por ejemplo, y por el rabillo del otro, miran a su querido aparatito. Suena una campanilla. Les ha entrado un mensaje. Lo leen tan rápido que casi no lo noto. Entonces, sonríen. Sonríen como si alguien les hubiera contado un secreto, o algo picante, o como si les acabara de llegar una información crucial. Pero, desde luego, no sonríen por la conversación que tiene lugar en la mesa. Esas personas, las mismas que, con desesperación, anhelaban verte, te dicen, perdona, perdona un momentito, y se ponen a teclear un mensajito con un solo dedo. Qué dedo más rápido tienen esas personas. Es un dedo entrenado para escribir como si a uno le hubieran amputado la mano izquierda. Una vez terminado el mensaje la conversación continúa. Continúa hasta que vuelve a sonar de nuevo la campanilla: el amante, el amigo, el jefe, el cómplice, el plasta, ha contestado. Nueva sonrisa de esas personas que nos quieren tanto. Y como poco a poco van perdiendo la vergüenza, toman el iPhone o la Blackberry con las dos manos y teclean entonces con los dos pulgares. Qué maravilla de pulgares. Parece que han ido a una academia de mecanografía con pulgares para iPhones. Viene el camarero a tomar nota de la comanda y como las personas que tanto me quieren están ya apoyadas en el plato escribiendo a velocidad de vértigo mensajes tan apasionados, imagino, como los que me pusieron a mí, soy yo la que encarga el vino, el picoteo del principio y, si se me ha informado antes, el plato elegido por las personas que tanto deseaban este encuentro. No siempre una se siente ignorada, en lo absoluto. Hay ocasiones en las que los dueños de la Blackberry o el iPhone te hacen partícipe de los mensajes recibidos, y tú puedes aportar algo en las contestaciones. A veces se trata de los amantes y entonces ya vives con excitación delegada. Ha habido ocasiones en las que las personas que me quieren se intercambian fotos con dichos amantes. No fotos a lo Scarlett Johansson, porque no son horas. Imagino que ese tipo de instantáneas de corte más íntimo las dejan para cuando están encerrados en el cuarto de baño de su hogar, mientras sus maridos o sus mujeres están acostando a los niños. El móvil ha supuesto una revolución en el universo de la infidelidad. Quiero decir con esto que no soy uno de esos espíritus rancios que discuten las ventajas que para muchos ciudadan@s ha supuesto la irrupción de la nueva telefonía. Solamente quisiera expresar el desconcierto que me produce el que personas que tanto me adoran y desean compartir una hora y media de mesa y mantel conmigo no sean capaces de olvidarse del puto móvil durante un tiempo ridículo de sus hiperconectadas vidas. Que lo comprendo todo, sí, ¡que yo también tengo iPhone!, pero que lo dejo metido en el bolso. Joé.

 
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Publicado por en 2 de noviembre de 2011 en Cacahuetes

 

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